¿Cómo regresar a un país del que se ha huido? ¿Cómo reconciliarte con tus orígenes y con la imagen que te devuelve el espejo cuando la sociedad te impulsa a renegar de ella?
Estas son solo algunas de las preguntas a las que se enfrenta Manuel Flores, alter ego del escritor peruano Jeremías Gamboa, en “El principio del mundo”. Una novela de casi mil páginas, escrita a lo largo de diez años, sobre la identidad, las raíces, el origen y el racismo que impregna todos los estratos de la sociedad peruana.
ORIGINAL NOTE: https://www.bbc.com/mundo/articles/cy0k9ydl8qqo
Fuente de la imagen, Yayo López
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- Autor, Almudena de Cabo
- Título del autor, BBC News Mundo
Manuel Flores regresa a Perú después de estudiar una maestría en Boulder (Colorado, EEUU). Vuelve a la casa de su madre en un barrio pobre de Lima del que salió huyendo y que quiso borrar en un intento por “blanquearse” guiado por el deseo de su madre de que fuera alguien.
Pero nadie puede escapar de su historia por mucho que lo intente. A lo largo de las páginas, reflexiona sobre su etapa en la escuela pública y sobre su paso por una universidad de élite en una época en la que, como escribe Gamboa, “lo peor que podía ocurrirle a cualquiera era ser indudablemente peruano”.
Al final, como explica el autor que se dio a conocer con su libro “Contarlo todo”, Manuel consigue, entre otras cosas, reconciliarse con su madre, Candelaria, una mujer analfabeta de la sierra que llegó a Lima para trabajar como empleada doméstica y donde descubrió que tenía “un olor” que nunca se pudo sacar.
“Es mío y no se va a ir porque apesta de otro modo. Apesta por dentro. No se trata de la piel. Son mis huesos que apestan”, le confiesa a su hijo.
BBC Mundo habló con Gamboa en el marco del Hay Festival, que se celebra entre el 6 y 9 de noviembre en Arequipa.
Fuente de la imagen, AFP via Getty Images
Narras el regreso de Manuel Flores, un peruano, que tras una experiencia fallida en EEUU regresa a Lima como a regañadientes para acabar volviendo al origen de sus marcas emocionales. ¿Es un camino que tú también has recorrido?
Es un camino parecido en datos y movimientos. Pero las emociones no eran exactamente iguales. Yo volvía con una vocación, quería ser escritor, porque había escrito mi primer libro en Colorado. Manuel no tenía vocación. Ahí está justo el camino ficcional. Es mucho mejor un hombre perdido que yo.
Es un lugar en donde investigo emociones que no se corresponden exactamente a mi biografía, pero que pudieron corresponderse y me permite indagar en otro sujeto, en este caso un peruano, que tiene serios problemas de identidad y que más bien regresa a Perú sin saber por qué. Pero para volver tiene que pasar por el purgatorio de la memoria, del recuerdo de esta sociedad herida, golpeada, que es el Perú.
El protagonista intenta escapar de su país para acabar volviendo. ¿Cuánto de peruanismo hay en querer escapar de Perú?
Creo que los peruanos quieren escapar del Perú ahora más que nunca. Como se muestra en la novela, el peruano es orgulloso de algunas cosas como la comida, pero en el fondo ha creado una autoestima sobre la base de no parecer peruano.
En el Perú, el mejor elogio que te pueden hacer es que no pareces peruano. Y son pocos los peruanos que se identifican con su realidad, con su rostro, con sus orígenes, con su país. En ese sentido, el Perú es una vestimenta, por así decirlo, difícil de ponerse. Nos han educado para no ponérnosla. Es muy difícil identificarse con el país. En un momento, se organizó una cierta autoestima sobre la base de la cocina, pero quedó en un simple episodio.
Fuente de la imagen, Portada de la editorial Alfaguara
En ese contexto, su madre le dice que sea alguien, no como ellos. ¿Cómo es crecer en ese sistema donde el blanco no es solo un color de piel, sino también es la ropa o el acento?
No te das cuenta. Lo vives. Pero no me habría dado cuenta de la especificidad del Perú si no hubiera vivido unos años fuera. Mi madre me dijo de niño, no seas como nosotros, sé alguien, con lo cual me estaba diciendo: ser de este barrio, de esta raza, tener este apellido, es ser nadie.
Este mandato de los padres, de clase trabajadora, al hijo, a que se eduque, se reproduce en todas las clases. En algunas para mantener el estatus. Te diría que yo recibí un mandato amoroso de mi madre, lo cumplí y me fui, como Manuel, muy herido y molesto con mi país.
Pero afuera, me di cuenta de la especificidad del Perú. Ver esa herencia colonial bestial y cómo en las reglas no hay leyes establecidas, sino que son mapas mentales, duros e invisibles, que los peruanos tenemos dentro, con la gestión de la piel, de las marcas.
Pero hay varios problemas. Uno es la discriminación, pero otro es la autopercepción. Porque somos una sociedad, a diferencia de la sudafricana, absolutamente mestiza, chola. La cantidad de cholos que viven en Lima, por ejemplo, que es la ciudad donde yo vivo, creyendo no ser cholos es impresionante. Hay como una crisis de la percepción propia brutal. Uno siempre es cholo de alguien y uno siempre cholea a alguien y eso es relativo, cambiante.
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En la novela reflejas ese racismo también entre gente que supuestamente son similares.
La novela se ha encargado de eso. Yo me he encargado de eso minuciosamente. En la escuela pública, yo tengo esa experiencia, hay blancos, cholos e indios y los del turno de la mañana miran más cholos a los del turno de la tarde. Y esos se consideran blancos frente a los de turno de la nocturna. donde va la gente que emigra de la sierra a tener educación mientras son empleados domésticos.
Hacia arriba es igual. Manuel sale con una chica que es blanca y la chica le dice que hay otros colegios donde son más blancos. La novela se ha preocupado de mostrar precisamente la relatividad de las posiciones. Pretende mostrar el funcionamiento en todos los estatus sociales, que no da paz porque no acaba nunca. La novela, por supuesto, habla de muchas otras cosas, pero una de las cosas centrales es sin duda el estudio minucioso de ese principio de diferencias que explica al país, probablemente al mundo.
Manuel pasa de una escuela pública a una universidad privada de élite en Lima donde se da cuenta de que no todos son ciudadanos de la misma categoría. ¿Cómo es esa interacción?
La experiencia de Manuel reproduce en ese sentido la mía. Todos vivimos en nuestra burbuja, sea de clase popular, media, baja, hasta que descubrimos el todo. Eso es un principio para todos. A Manuel le tocó acceder a otro nivel. En el Perú todos tienen claro que no quieren educación de calidad para los sectores populares. En ese consenso extraño el resultado es que la gente de clase popular tiene una mala educación.
Manuel pasa de la educación pública a la privada, pero a la de calidad. Ahora en el Perú hay un montón de privadas de pésima calidad. Ahí también descubre las diferencias y las brechas. La experiencia de pasar de una educación lamentable, que fue la que yo recibí, a una educación privada de primer nivel es brutal.
Fue una experiencia dolorosa, pero a la vez extraordinaria. Probablemente ahí empecé a hacerme escritor. Ahora, lo que le pasa a Manuel es que quiere borrar las señas del pasado y la raíz, porque está en el camino correcto, según el mandato materno y de la sociedad. Quema los puentes atrás. Quema Ayacucho, el barrio obrero y los orígenes.
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Dentro de esa crítica a la educación pública que recoges en el libro, ¿qué papel juega la educación en la configuración del país?
Una de las bases absolutamente importantes para acabar con la brecha social es la educación. Y te diría una cosa, con todas las críticas que ha habido con los gobiernos democráticos que hubo después de Fujimori, si había algo que los unía medianamente era la posibilidad de una reforma educativa.
Este país no va a salir de ninguna manera de donde está, si no hay una reforma bestial de la educación, que ya tenía una dirección. Jaime Saavedra -antiguo ministro de Educación de Perú- ha publicado un libro sobre lo que iba a ser la reforma, y es dolorosísimo leerlo. Estaba clarísimo lo que había que hacer.
Ahora lo que ha habido es una distorsión brutal. La apuesta de estos grupos de poder que gobiernan desde el Congreso, muchos de ellos empresarios de la educación que han visto lo rentable que es la educación y lo que hacen es optar por una privada sin estándares, sin control de una institución que la regule.
En el marco de las protestas recientes que se convirtieron en un crisol de los principales problemas que acusan los peruanos y que acabó con un cambio de gobierno, ¿cómo ves el futuro de Perú?
Lo veo con mi hijo. Mi hijo tiene 11 años y no puedo explicarle la historia del Perú. No puedo explicarle que hemos tenido 8 presidentes en 11 años, ni qué está pasando. Es como vivir en un hogar con padres disfuncionales. No sabes qué papás tienes. Es difícil en este momento tener una sensación sobre algún horizonte, porque no lo vemos, no hay forma de leer al país, no hay forma de leer hacia dónde va.
Las protestas, no sé si plantean algo específico de lo que hay que hacer. Es simplemente una muestra de hartazgo. No puedo más, no quiero más nuevos presidentes. La gente quiere más bien planificar. El país se ha ido quebrando con cada presidente.
Es como que se ha instalado la mediocridad. También es un término que tiene que ver con el mundo, probablemente. Pero en el Perú estamos viviendo una especie de entronización de la mediocridad, del atajo, de la falsificación, impresionante.
Pero la gente sigue creyendo en la educación. No hay otra manera de generar un valor cuando vienes de un lugar sin capital. Pero la buena educación es una amenaza. Hace que los privilegiados tengan que competir y no la quieren, porque la buena educación nos democratizaría.
Sobre el futuro, Manuel comenta con sus compañeros de trabajo “la amarga perspectiva de un país que camina hacia sus 200 años de vida, pero que no termina de ser un país, o que es un país fracturado, emponzoñado en su enorme racismo y autoaversión”.
Yo comparto eso completamente. Pero he sentido por momentos, no completamente, una liberación de ese nudo, de esa ansiedad que no te deja dormir. Poder decir, sí, soy cholo. Poder renacer, reescribirte como peruano. Pero el mundo no es así. El país no se puede ni mirar al espejo.
Es un mensaje poderosísimo tener una presidenta [por Dina Boluarte, recientemente destituida por el Congreso] que en campaña canta canciones en quechua y se viste de andina y de pronto, a los meses, tiene Rolex y se opera la nariz como diciendo, no voy a ser como aquellos a quienes debería representar. Pero ella solo hace lo que harían muchos peruanos. Lo ves todo el tiempo, es brutal.
Fuente de la imagen, AFP via Getty Images
Pero dentro de esa experiencia hay un momento en el que escribes que la sociedad está cambiando y que cada vez a más gente ya no le da vergüenza ser peruano. ¿Hay un proceso de revalorización de lo peruano?
Yo sí lo he sentido. En los años en que fui profesor universitario me di cuenta que había una naturalidad mucho mayor de muchos estudiantes míos con su origen. En las generaciones nuevas hay incluso gente como Alessandra Yupanqui, que son como influencers, que han puesto en primer lugar el apellido quechua.
Actores, actrices que reivindican con mucha más naturalidad lo que para mi generación era un tabú. Tienen una mayor naturalidad con el origen. Pero, como te digo, las barreras mentales son poderosas y se reproducen. Pasan de padres a hijos, por una cuestión de supervivencia.
En la novela más allá del color de piel o de la forma de hablar, la madre de Manuel le habla del olor, un olor que dice que la separa del resto.
El olor es cultural. El olor andino es el olor asociado a los auquénidos. En el Perú ser llama es lo peor. La madre tiene el olor de su lugar, el olor de su ambiente, de las ovejas. Ese olor tiene una dimensión real, huele así llegando a Lima y tiene una dimensión cultural, ese olor en mi novela, y creo que en el Perú, se impregna hasta los huesos, hasta convertirse en algo fisiológico. Creemos tenerlo.
Yo lo he llevado al extremo en la novela hasta convertirlo en una condición existencial y física en los huesos. La madre dice: los huesos me apestan. Es decir, el olor se ha impregnado al corazón, el cuerpo. El olor es cultural absolutamente, pero está internalizado en la autoadversión.
Es una madre que se ha autoconvencido, como tantos peruanos, pero ella a un extremo muy grande, que ella no le hace bien a los hijos. Candelaria ha sido amada y ha tenido hijos a los que ama.
Sin embargo, ha internalizado de manera taxativa que hiede y mancha y teme manchar a sus hijos. Creo que esa sensación es muy profunda, es muy peruana y creo que lo sienten muchísimos peruanos, pero pocos lo verbalizan. Creo que la labor de la poesía, o de la novela, es ir hacia los huesos, ir a narrar eso que se siente y que no tiene palabras. Creo que en el fondo muchos peruanos creen justamente tener una especie de mancha.

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